EL GALLO DEL CAMPOY.


    Nunca olvidaré aquella vieja posada, ni a aquella anciana de mirada triste y amable, con un sólo ojo en su rostro y un parche en la otra cuenca, por supuesto vacía.

   Doña Merinda era la dueña y regenta de la casa de huéspedes en la que Martín y yo nos habíamos hospedado durante unos día. Ambos estábamos allí grabando un reportaje sobre pueblos abandonados en el Valle de Arán, la famosa ruta de la comarca del Campoy. La vieja dirigía la posada desde hacía ya mucho tiempo. Años atrás, había compartido la regencia con su marido pero, desde que este murió, todo había quedado dispuesto a su cargo. Era una mujer bajita, de canosos cabellos y buen lustre a pesar de ese parche negro que ocultaba su ojo derecho y que siempre le daba cierta dureza a su rostro.


    Aquella mañana —como todas las mañanas—, bajé a desayunar al comedor de la posada. Era un día triste y gris pero no lluvioso, aunque lo que más temía de aquella zona no era la lluvia, era la niebla, esa niebla fría y muy fina que te invadía los pulmones y te helaba como si fuera la misma muerte. Como siempre doña Merinda tenía ya dispuesta una mesa con tortas de aceite —riquísimas—, y aquella infusión de flores silvestres que ella misma recogía del bosque, y que tanto a mí como a Martín nos encantaba por su delicioso sabor suave.
    Merinda siempre nos saludaba con gentileza.   
     —Buenos días señor Rajoy, ¿ha dormido usted bien esta noche?
    —Como un lirón, durmiendo como un muerto. —Respondí con cortesía. Luego pregunté—. Doña Merinda, ¿ha visto a Martín esta mañana?
    —Ah, Martín, su compañero... ese chico tan apuesto con esos ojos verdes. Sí, se levantó muy temprano. Me encargó que le dijera que le esperara en Vilches de la Peraleda.
     Sin lugar a dudas Martín había debido levantarse de madrugada para adelantar camino. Hoy tocaba Vilches, y como le dije a la posadera la pasada noche durante la cena, se trataba de uno de los pueblos que más nos apetecía grabar.
    —Este Martín es como un pájaro mañanero, tan inquieto que ni siquiera espera que salga el sol para levantar el vuelo —le comenté a la vieja—. ¿Dejó algún otro mensaje para mí? —pregunté entonces.

     —No, la verdad, y no creo que se le hubiera olvidado. Su compañero es un chico tan amable y simpático... —añadió la vieja, sonriendo.
     No pude evitar torcer el gesto. No es que me importara mucho, pero desde la universidad siempre había sido así. Martín atraía sin descanso la atención de todas las chicas. Él era el guapo y yo el feo. Sus apuestos ojos verdes, su sonrisa dentrificada… en fin, ¿qué podía decir?  Un auténtico don Juan al lado de un patito feo.
    De repente me sentí incómodo y me levante de la mesa. No es que fuera envidia, pero aquella sonrisa ensoñadora en la cara de la posadera me hizo sentir mal.

     —¡Bien! Creo que debo apresurarme —dije, mientras tomaba una servilleta y limpiaba mis labios con ella—. Tengo entendido que el pueblo está bastante lejos y por alguna razón que no comprendo no encontré a nadie que quisiera llevarnos allí. Debí levantarme más temprano como hizo Martín. Seguro que lleva horas esperándome a la entrada del pueblo, o por lo menos ya tendrá más de la mitad del camino recorrido. Gracias por el desayuno, doña Merinda, como siempre todo delicioso. —me despedí amablemente. Estaba a punto de salir por la puerta, cuando la voz de aquella vieja me detuvo.
     —¡Espere!
     —¿Qué...? –pregunté mientras me daba la vuelta.
     —Tenga mucho cuidado. Ese pueblo... dicen que está maldito. No ande nunca solo por sus calles.
      —¡Ja! —Le dije con una risa escéptica—. No intente usted asustarme con cuentos de viejas, la última maldición de este país se acabó cuando murió el caudillo. —Pero a aquella mujer no le hizo gracia mi broma. En cambio clavó en mí una mirada con su único ojo que hizo estremecerse hasta el último pelo de mi cuerpo.

     Durante toda la mañana recorrí los viejos y empedrados caminos rústicos de aquella zona. El paisaje, compuesto en su mayor parte por grandes valles y prados siempre franqueados por agrestes montañas, a veces se tornaba en amplias praderas cubiertas por exuberante vegetación y briosos arroyos que envenaban una explosión de verde foliaje y líquenes salvajes. No se podía negar que la zona tenía un encanto especial, pero a pesar de tan maravilloso paisaje la ruta no era popular, lo que se podía deducir por la soledad que habitaba sus caminos. Apenas recuerdo que pudiera encontrar un par de pastores transitando por la ruta. Hombres rudos, de pueblo, con la piel ajada por el sol. Ambos me miraron con un gesto de desconfianza que me causó una extraña sensación de desasosiego.
    Casi al mediodía la niebla baja que acostumbraba a cubrir el valle se había disipado completamente. Aun así, la humedad no abandonaba aquel ambiente. El rocío podía percibirse perfectamente en cualquier hoja, planta o porción verde que estuviera alrededor del camino. No hacía calor —evidentemente, por las fechas no hubiera sido propio—, pero un sol fuerte en un cielo despejado, unido a una cálida y pegajosa humedad producían cierta sensación de bochorno. Descansé recostándome sobre una piedra para liberarme un poco del peso de mi mochila. En ella llevaba todo mi equipo fotográfico, Una Nikon Reflex k-600, con varios objetivos, trípode, diversas lentes de filtrados de luz, una grabadora, diversos mapas, una brújula y algunas vituallas —por supuesto no sería agradable pasar hambre por el camino—. Todo el paquete pesaría al menos 4 kilos, quizá más, y caminar con él a la espalda durante horas me había producido cansancio. Me pregunté si realmente necesitaba todo eso. La respuesta era que sí, por desgracia no se puede realizar un buen reportaje fotografico si se prescinde de algún componente del equipo. Luego, pensé que después de todo no me podía quejar, lo mío era más bien ligero si lo comparábamos con el equipo de video que solía llevar Martín. Saque una pieza de fruta y sequé un poco el sudor de mi frente antes de devorar la pieza.

                              «¿Dónde  se habrá metido este condenado de Martín?» —me pregunté mientras comía.

   De repente —y no sé la razón—, comencé a pensar otra vez en aquella vieja. ¿Por qué tendría solo un ojo? ¿Qué sucedió para tener que lucir aquel parche negro sobre su rostro? Seguramente algún accidente, lo más probable es que hubiera sido en su juventud. Entre los lugareños de aquellas tierras no se la recordaba sin aquel parche, así que debía de ser muy antiguo. A pesar de que aquellas cavilaciones me abstrajeron por unos instantes seguía sin poder olvidar aquella mirada de advertencia. ¿Una maldición dijo? ¿Por qué intentar asustarme ahora con esos cuentos? En todas las semanas que llevábamos recorriendo los pueblos abandonado de la zona nunca antes había intentado semejante ardid. Incluso nos contó a Martín y a mí un montón de historias y mitos sobre aquellos antiguos enclaves y pueblos semi abandonados. Historias amenas, divertidas... de la guerra, o de mucho antes. Historias que sin duda enriquecerán nuestro reportaje... pero la noche anterior, cuando mencionamos que hoy iríamos a Vilches de la peraleda, una repentina expresión ensombreció su rostro. Era como si no quisiera saber nada de aquel lugar.
  
   Y luego, por la mañana, esa extraña advertencia....

   «En fin, estas personas mayores, nunca sabe uno por donde pueden salir», dije en voz alta. después, dí un par de gritos nombrando a Martín, por si estaba cerca y podía oírme.

   El eco devolvió mi voz... pero nada más.



   Retomé la marcha inmediatamente, aquel pueblo debía estar cerca. De pronto, en medio de un paraje desolado caí en la cuenta; hacía rato que ya no veía ninguna casa, granja, o rebaño pastoreando. Ni siquiera tierras labradas. Era como si deliberadamente la gente estuviera aislando aquella zona. «¿Estaría perdido?»  Allí no había nadie a quien preguntar. Más tarde, después de dos veredas bajadas y un arroyuelo cruzado, pude divisar a lo lejos las ruinas de lo que una vez debió ser Vilches de la peraleda. Respiré aliviado y apreté la marcha. Seguramente Martín estaría esperándome a la entrada de la aldea.

   Pero no, allí no había nadie. La entrada del pueblo estaba dominada por dos grandes caserones que vestían unas fachadas cascareadas e invadidas por la humedad, pero en muy buen estado teniendo en cuenta los años que debían llevar sin que hicieran en ellas una buena restauración. En lo alto de una de las edificaciones, en el vértice del ángulo del tejado, podía apreciarse un gran agujero negro y perfectamente redondo. Seguramente la construcción debió ser un granero. Por un momento pude imaginarme a un gallo asomado por ese agujero cantando a la mañana, y una sonrisa se esbozó en mi pensamiento.


   Decidí seguir caminado, quizá encontraría a Martín por las calles abandonadas, grabando algún detalle del lugar. El pueblo se componía principalmente de una sola vía cubierta por un asfalto empedrado e invadido ya por el musgo y el liquen. Un grupo de casas en ruinas —altas y de tejados planos la mayoría—, flanqueaban el camino a ambos lados. Todas ellas se encontraban en un asombroso buen estado de conservación. Al final de la calle podía divisarse una plaza con una gran cruz de piedra en el centro. Un gran caserón con campanario y otra cruz en el tejado presidía impertérrito y solemne aquella solitaria plaza. Sin lugar a dudas, se trataba de lo que hace mucho tiempo fue la iglesia de la aldea .
   A medida que caminaba un pánico terrorífico se apoderó de mí. El silencio era aterrador. Ya había estado muchas veces en otros pueblos abandonados, y aunque el silencio era normal en sitios como esos, siempre se podía esperar algún sonido de un pájaro, bien cruzando las calles o desde los múltiples nidos que poblaban los tejados, o en las carcomidas vigas sobrevivientes en los cielos rasos de las casas. Algunas veces se notaban las marcas del pastoreo por las calles o incluso se podían hallar madrigueras de pequeños roedores provenientes de arboledas colindantes, que siempre encontraban entre las ruinas un hábitat perfecto. Pero allí no había nada. Ni un pájaro, ni una rata, ni siquiera parecía notarse el correr el viento. Solo silencio, un silencio tal que podía incluso escuchar el torrente sanguíneo de mis propias venas. Bajé la calle hasta llegar a la plaza esperando encontrar pronto a mi compañero. Tenía tantas ganas de abandonar aquel lugar que me dije a mi mismo que en cuanto nos encontráramos nos iríamos de allí sin importar si el reportaje estaba o no completo. ¡Al demonio con todo! ¡Quería salir de allí lo antes posible! Un pueblo más o menos no tenía importancia.
   ¡Sí! Sólo era un maldito pueblo abandonado.

                                                             ¡Maldito! ¡Maldito!
  
    Las palabras de la vieja retumbaron en mi cabeza. ¡Tenía razón!, sin lugar a dudas, aquel lugar debía estar maldito.
   Miré la cruz de piedra que marcaba el centro de la plaza. Su altura debía ser de tres metros o más. Parecía chorrear a través de su caliza superficie un extraño líquido. Me acerqué un poco más, y más aún, hasta tocarla, y la toqué. Mi corazón dio un vuelco.

                                                      ¡Aquel fluido estaba caliente!                                                                                                                                                    «¡Sangre... Dios mío, era sangre!»

   Repentinamente, una risa malévola resonó a mis espaldas. Una risa aguda, de mujer, una voz de persona mayor… aunque su tono... ¡había una maléfica perversidad en aquel tono!
   Giré media vuelta y pregunté en voz alta.

                                                         « ¿Quién anda ahí? » 

    La risa volvió a producirse, está vez más nítidamente. Provenía del interior de la iglesia sin lugar a dudas. Tampoco me cupo la menor duda que allí en su interior había alguien. De repente, las campanas repicaron frenéticamente. El sonido producía ondas sónicas que hacían retumbar mis dientes y mis mandíbulas, tanto, que por momentos me pareció que se estaban resquebrajando por la vibración.
   Corrí hacía el interior de la iglesia con la intención de descubrir qué demonios estaba ocurriendo. Atravesé dos grandes portones medio abiertos que estaban en la entrada. Creí que al hacerlo encontraría allí al causante de aquella macabra broma, pero al entrar todo cesó de repente. No había nadie. La iglesia estaba vacía, medio en ruinas. El techo había cedido en la mitad de la bóveda dejando un gran boquete por el cual penetraban los rayos del sol iluminando el interior. Desde la entrada, con la mirada podía recorrerse toda la gran sala. Observe que las paredes y muros interiores habían desaparecido o estaban casi derruidos. El altar también estaba derrumbado, abandonado y tétrico, como los restos de un cadáver.
    
                                     ¡Allí no había nadie! ¡Allí no podía esconderse nadie! 
  
    -¡Sí, en el campanario, eso es! –grité de repente, convencido. Pero cuando alcé mi mirada, el terror heló mis venas.

                «¡No hay campanas! ...por el amor de Dios, no hay campanas en el campanario».

    Efectivamente, el campanario estaba vacío. Era un detalle del que no me había apercibido hasta entonces. Quizá en algún tiempo tuvo campanas, pero evidentemente, con el abandono del pueblo la gente debió llevárselas. Pero yo las había oído perfectamente. ¿me estaría volviendo loco?
    Entonces lo volví a oír desde el exterior. Era un sonido como si cientos... no, como si miles de gallinas estuvieran cacareando en las calles. Salí otra vez, desesperado, allí no había nada... solo piedra y arenisca. 
    Pero el cacareo seguía incesante, ensordecedor.

                                                «¿Dónde están las gallinas? ¿Dónde?»

    Pero por más que mirara no las veía por ninguna parte. Pensé rápidamente; «Deben de estar en las casas, sí eso es, en las casas… pero, ¿por qué no las había oído antes? ¿Por qué debería haber gallinas en un pueblo abandonado?  Y en tal cantidad... parecían, ¡miles!
    Imbuido en un frenesí que se acercaba a la locura por momentos, desde el otro extremo de la calle se escucharon los gritos de una persona. Eran alaridos de dolor, un dolor rabioso, insoportable...
    Y una palabra desgarrada por un gorgoteo.
  —¡Socorro! ¡Ayuda!
    Lo reconocí al instante, era la voz de Martín. Parecía provenir del interior de aquella gran casa con el agujero en su fachada, el antiguo granero. Comencé a correr calle arriba, no pensaba en el peligro sólo en la necesidad de socorrer a mi amigo. Pero a mitad del camino me paré en seco. Desde una casa en ruinas salió un gallo, el más grande que jamás había visto. Cruzó hasta la mitad de la calzada y se quedó allí esperándome con las alas abiertas de par en par. Apenas me había acercado a menos de tres metros y súbitamente una fuerza instintiva me obligó a pararme. Sentía un extraño escalofrío que recorría mi espalda como un viento helado que aullara, gritara, me advirtiera; 

                                                     «¡Corre! ¡Huye! ¡Escapa! ¡Sal de aquí! »

    Pero no podía hacerlo, Martin me necesitaba.  Sin embargo, aquel gallo, aquel sombrío animal permanecía en medio de mi camino, retándome. Era de pelaje negro y cresta roja, muy roja. Miré a su cara... ¡Dios mío! No parecía la cara de un animal, parecía la de una persona... ¡No! De una persona no, más bien de un demonio...
    Me miró con sus ojos rojos inyectados en sangre... esa mirada...
    Comencé a escuchar una voz en mi interior, una voz demoníaca que decía:
              
                   «¡Ven! ¡Ven aquí que te voy a sacar los ojos! ¡TE VOY A SACAR LOS OJOS!»

    —¿Quién... quién habla? ¿Quién ha dicho eso? –Grité entre sollozos de terror, pero allí no había nadie sólo aquel gallo desafiante.
    Martín volvió a gritar desde el fondo de la calle.
    —¡Martín! ...por Dios, aguanta.
    Di un paso al frente con la intención de ahuyentar a aquel estúpido animal.
    —¡Aparta demonio inmundo! ..tú no eres más que un gallo.
    Pero el animal avanzó hacia mí aún más desafiante. Abrió su pico y un agudo graznido escapó de su interior... y otra vez esa voz.
   
                                         «¡Ven! Ven aquí qué te voy a sacar los ojos».

   



 Retrocedí dos pasos sin pensarlo. Aquella voz socavaba mi voluntad, definitivamente no podía acercarme al maldito gallo, tenía que pensar en otra forma de cruzar la calle, necesitaba amedrentarlo.   

    Recogí del suelo un par de guijarros grandes y puntiagudos, y procedí a lanzarlos contra él.
    —¡Ya verás bestia inmunda quien manda aquí!
    Acerté varias veces sobre mi objetivo, y el demonio comenzó a moverse y revolotear en el aire. Animado por el éxito de mis acciones tomé más guijarros y prolongué el bombardeo. El gallo voló dejando suspendidas en el aire multitud de plumas. Voló hacia mí con sus garras dirigiéndose hacia mi cabeza. Por un momento temí que me atacara y me agaché rápidamente, pero pasó por encima volando calle abajo en dirección a la vieja iglesia.

                   «¡Por fin me he librado de él! –pensé -¡Ahora debo correr a ayudar a Martín

    Continué corriendo hasta llegar al granero. Los gritos de Martín cada vez eran más intensos. Al llegar a la casa, busqué la forma de entrar. Una vieja puerta, débil y carcomida, bloqueaba la entrada. Por fortuna un par de puntapiés bastaron para hacerla astillas. Penetré. El interior estaba muy oscuro. Las voces de Martín seguían sonando. Sin duda provenían de arriba, del entrepiso. En medio del granero pude distinguir un pozo. Me paré. Ví algo realmente extraño, una visión demente. A pocos metros de mí, el pozo se erguía construido en adobe y piedras a la vieja usanza, era un pozo amplio. Posadas en su borde había multitud de gallinas. Gallinas ensangrentadas... algunas estaban despellejadas completamente, pero continuaban moviéndose, seguían vivas. Repetidamente, mecánicamente, una y otra vez todas caían al interior del pozo a plomo... sin hacer ruido, ni siquiera un aleteo... y rápidamente una nueva gallina saltaba de no se sabe dónde a ocupar el puesto de la que había caído.
    —Pero esto… ¡¿Esto qué es?! - exclamé aterrado.
    Y comencé a percibir un nauseabundo olor a podrido. Era un olor fétido, insoportable. Di un paso adelante y oí crujir algo bajo mis zapatos. Miré hacia abajo. Allí, en el suelo de aquel granero, bajo mis pies, yacían centenares de gallinas muertas, putrefactas... una asquerosa masa de plumas y sangre... patas sueltas, gusanos y huesos huecos... de allí provenía el olor. Tapé mi boca con un pañuelo para reprimir el vómito y, haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que pude, continué avanzando. Un desgarrado grito volvió a escucharse. Era otra vez la voz de Martín. Necesitaba mi ayuda.
    Busqué una forma de subir al piso del granero. No había mucho allí que pudiera usarse con ese propósito, además, apenas veía nada en la oscuridad. Encontré un montón de tablones viejos que pude amontonar rápidamente haciendo una improvisada escalera desde la cual podría acceder al piso de arriba. Me apresuré a trepar con premura por aquella montaña de tablas pues noté que hacía rato ya que no escuchaba los quejidos de Martín.
    —¡Tranquilo Martín, amigo, ya voy! ...Ya voy en tu ayuda. —Grité mientras iba escalando aquellas tablas amontonadas.
    Pero cuando estaba a punto de alcanzar mi objetivo una madera crujió... o más bien la oí crujir, porque al instante cedió y comencé a caer hacía atrás sin remedio. La caída era de poco más de dos metros y no hubiera supuesto ningún problema si no hubiera sido porque la mala fortuna me aguardaba al tocar el suelo. Me golpeé la nuca contra un saliente de piedra, Y con tan mala suerte que debí romperme alguna vértebra pues quedé totalmente inmovilizado... paralizado. Podía ver, oír... pero no podía moverme.
    Mi mochila cayó a unos pocos metros de donde yo estaba. Por efecto del impacto mi réflex Nikon salió despedida y fue a caer cerca del sitio donde mi cuerpo yacía inmóvil. Automáticamente saltó el flash, repetidamente, una y otra vez, a intervalos de pocos segundos. Con cada destello toda la estancia se iluminaba.
                                    Y entonces lo vi... ¡Dios mío, cómo lo vi!, y fue lo último.
  
   Aquel gallo... con su cara de demonio, comenzó a surgir desde las sombras... lentamente se acercó a mí... y en su pico… En su pico pude distinguir como colgaban por el nervio óptico un par de globos oculares que se balanceaban y parecían mirarme... aquellos ojos verdes... ¡Aquellos ojos verdes de mi amigo Martín!  
    Y a medida que el diabólico animal se acercaba, la voz volvió a sonar:


                                          «¡Te voy a sacar los ojos!... ¡Te voy a sacar los ojos!»

    Y vaya si lo hizo. Aquel infernal demonio fue lo último que vi en mi vida. Al cabo de dos días, Martín y yo fuimos encontrados en aquel granero. Martín estaba muerto, con los ojos sacados y desangrado por los múltiples picotazos que tenía por todo su cuerpo. Yo sobreviví, tuve más suerte, o quizás no, pues desde entonces —y aunque ya no pudiera ver—, en mi mente la imagen aterradora de aquel demonio continúa atormentándome una y otra vez. Y ese intenso dolor que sentí mientras me sacaba los ojos es algo que jamás podré olvidar.
    Después que transcurrieran algunas semanas del horrible incidente se revelaron las fotos que habían quedado imprimidas en el carrete de mi Nikon. En todas ellas, entre las sombras, se podía ver la imagen de una extraña vieja con un solo ojo que reía diabólicamente. Meses después me contaron la leyenda de aquel lugar, una antigua leyenda que databa del siglo XIII, cuando una anciana que robó un gallo fue acusada de brujería y actos contra Dios. Sufrió torturas y finalmente fue condenada a morir en la hoguera. Durante las torturas un ojo le fue arrancado para lograr su confesión. Antes de morir quemada, lanzó una terrible maldición para todo aquel que andará solo por las calles de aquel lugar, una maldición según la cual todo el que habitará el pueblo sería despojado de sus globos oculares por un oscuro y gigantesco gallo, el mismo animal que según los vecinos de Vilches aquella anciana había robado para hacer brujería.
    Nadie tomó a consideración aquella terrible maldición hasta que, pocos días después de la muerte de la anciana, comenzaron a aparecer lugareños con los ojos salvajemente arrancados de sus cuencas vacías. El que sobrevivía siempre contaba la misma historia, la historia de un gallo que se había cruzado en su camino y se los había arrancado.
   A raíz de aquellos incidentes la gente comenzó a abandonar Vilches de la peraleda hasta convertirse en lo que actualmente era, un lugar solitario y maldito  donde solo una leyenda sobrevivía, la leyenda del gallo del Campoy. Un gallo que arrancaba los ojos a la gente.


                                                                                 Fin.


    Este relato ha sido publicado en este blog con la intención de formar una antología de historias de terror. Si quieres leer alguna otra de mis historias, o simplemente disfrutar con más narraciones, espera a la siguiente entrada o compra mi primer libro publicado por la editorial libros Indie:


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