LA DESTRUCCIÓN.

 


     Siempre me consideré el más listo de la clase, el más cool, el que siempre buscaba las sensaciones extremas.
     Yo y mis amigos, una panda de intelectuales de bote, la tribu perfecta de adoradores del gran trending topic tuitero y de todo lo que diera una buena vibe, no encontrábamos mejores maneras de perder el tiempo que estar siempre buscando imágenes en la red, algún video, o cualquier cosa que nos proporcionara las sensaciones más fuertes. Sensaciones de cartón, al fin y al cabo pero era lo que había sí no querías deslizarte peligrosamente hacia el abismo de las drogas de diseño.
    
     Todos los miércoles nos reuníamos bien tarde, justo cuando el sol besaba el horizonte. El lugar acordado era siempre La guarida del Troll, el mejor pub de la zona con wifi gratis y una excelente lista de cervezas de importación.
     
     Aquella noche —como todas las anteriores—, estábamos dispuestos a volver desencadenar una de las curiosas batallas que tanto nos gustaba librar. Los notebook, los Iphones, o los Pc portátiles más modernos y potentes eran nuestras armas, como las antiguas pistolas de avancarga o los románticos rapiers lo fueron en los viejos duelos del siglo XIX

     La munición, las imágenes más estrafalarias o los videos más extremos que pudieras encontrar en la red. Todo valía en el mundo de las creepypastas y las leyendas urbanas más negras. La Deep web era como nuestra tierra madre, una especie de pachamama cutre con alma binaria y conexiones de 300MB por minuto.Continuamente competíamos sobre quién mostraría la imagen más extraña, gore y repulsiva de todas.

     Éramos un grupo de freaks —lo sé—, pero como antes dije, habíamos vendido nuestras almas al demonio de internet, y hacía ya mucho tiempo que la vida real era algo que había perdido cualquier tipo de interés.


      El incunable Slender Man —como siempre—, presidia la reunión. Una lámina de tamaño A3 con tan infame personaje imprimido en ella, y colocada en el centro de la mesa a modo de alfombrilla marcaba el campo de batalla. Elías, un gafapasta  de rizado y voluminoso cabello, como si tuviera una coliflor pintada de negro encima de la cabeza, se encargó de abrir fuego. Giró la pantalla de su PC hacia el resto del grupo, y nos mostró un vídeo en una ventana pequeña que ocupaba un tercio de la misma.
     —Mirad y sufrid, loosers... reconoced que soy el puto amo. Venga, llorad y empezad a besarme el culo. —habló exactamente como hablaría un jugador de póker con una mano ganadora.
    En la ventana un par de niñas entran en un ascensor. De pronto la imagen vibra y se corta y el ascensor vuelve a aparecer vacío.
    —¿Pero esto que coño es? —Exclamó alguien de la mesa.
    —La puta prueba de que los fantasmas existen.
    —¿Y eso quien lo dice?
    —¡Las dos niñas se desvanecen delante de vuestras narices! ¿Es que no lo habéis visto?    —Las risas y las burlas comenzaron a brotar por todas partes.
    —¿Qué fantasmas ni que mierdas? —Dijo otro de los reunidos—. La cinta se cortó, ya está. ¿No ves cómo tembló la imagen y se llenó de ruido?
    Paleto, caraculo y gusagafas fue lo más simpático que se escuchó, pero siempre en tono de buen rollo, aquello era una reunión de Nerds no una discusión política. El propio Elias acabó riéndose y casi se cae de la silla al intentar esconderse tras la pantalla de su portátil.  
     Luego le tocó a “Golum” —Al cual todos llamábamos así por su parecido con el famoso personaje Tolkiniano—. Traía una de las típicas e infinitas imágenes de un nuevo Bigfoot escapando de algún foco de luz en una grabación aparentemente improvisada.
     Otra mierda falsa más.
    Y así, después de dos avistamientos de ovnis y un par de supuestos viajeros temporales, llegó mi turno. Aquella noche tenía bajo la manga lo que consideraba un caballo ganador. Lo mío era realmente macabro, lo reconozco. Ni vídeo ni imagen de fotografía ni cualquier cosa que estuviera en formato digital reducida a la exposición a través de una pantalla. Lo que traía era pura realidad física. Me había costado mucha pasta —lo reconozco—, pero ver el careto de pringados que pondrían el resto de la peña bien merecía la pena.
     Con cuidado, deslié el pequeño paquete que alojaba en el interior de mi bolsillo e impulsé con el pulgar y el menique —como si golpeara una canica—, el objeto que guardaba envuelto en papel de estraza.
     Un dedo índice amputado y embalsamado rodó por la mesa hasta parar justo debajo de la cabeza del Slender man.
     Entre los presentes hubo murmullos y silenció. Finamente, alguien se atrevió a preguntar:
     —¿Y esto que es?
     —¿Alguien reconoce ese pedrusco? —Dije yo, en alusión al anillo que aún calzaba el decrepito y huesudo dedo amputado. Era un anillo que tenía grabada una esvástica de rubíes brillando a rojo fuego sobre un ovalo de plata.
     —¿El anillo de Berthold? ¿El anillo que Karl Berthold le regaló al puto Hitler?
     —Y el dedo del puto Führer. —Recalqué triunfante.
     —¡Imposible! Ese anillo se subastó hace años y todo el mundo sabe que el Führer se inmoló con gasolina.
     —El anillo subastado era falso, y Hitler no murió calcinado. Fue un truco de viejas para engañar al mundo. —Aseguré.
     —Improbable —Dijo Garrio, uno de los más antiguos del grupo y al que todos siempre llamábamos por su apellido—. Lo más seguro es que sea falso. Quien te lo vendió te ha estafado. —Sentenció.
     Sonreí, guardé silencio. Puede que Garrido tuviera razón y me la hubieran metido hasta el colon, pero lo cierto es que sólo el hecho de mostrar lo que una vez fue un dedo que perteneció a un ser humano dejaba el listón demasiado alto para que alguien lo superara. Iba a ganar nuevamente, pensé.
     Pero Garrido —curiosamente—, aún no había disparado  su bala. Era el último que faltaba por mostrar su captura. Aquel chico, oscuro y sensiblemente más mayor que el resto, era —igual que Elias—, otra especie de gafapasta, pero aún de más alta alcurnia en su rareza. A su manera, Garrido representaba una especie de aristocracia entre los de su clase. Una rareza difícil de superar.
     Lo que nos mostró nos sorprendió, pero no por lo aparatoso de su artifició, más bien por su simpleza. Se trataba de la escueta respuesta a un email. Unas pequeñas letras sobre un fondo amarillado. Algo tan minúsculo que apenas podía leerse en la pantalla de aquel Iphone.
     —¿Y qué coño dice el puto email? —Preguntó alguien.
     —Una invitación. —respondió Garrido—. A una Daisy Destruction. —Aclaró después.
     Un sepulcral silencio se apoderó de todos. Un silencio mucho más terrible y escéptico que el producido por la contemplación de un dedo amputado.
     —Pero eso... ¿Cómo? ¿Un vídeo?
     Garrido sacudió la cabeza.
    —En vivo. O eso es lo que prometen.
    —¡Joder! —exclamó alguien.
    —Es imposible. —Afirmé—. Es completamente imposible que te inviten a una destruction a través de email.
     —Te lo juro tío. Lo encontré en la DeepWeb. En un foro, por casualidad. Algún jodido salido lo dejó caer. Dijo que le contactaran si queríamos ver una. Lo hice y me dejaron este mensaje en la bandeja. No sé cómo coño supieron mi email, ni siquiera se lo copie. Te citan en un lugar y por una cantidad de dinero te llevan al sitio, dicen. —Garrido señaló la pantalla de su Iphone al terminar de hablar.
     Sé lo arrebate de las manos. Tenía que verlo con mis propios ojos. La Daisy destruction, o lo que es lo mismo, la destrucción de Daisy, es quizá el más terrorífico de todos los crepypastas. Dicen que existe un vídeo que circula por los lugares más oscuros de la red donde se muestra sin censuras como se descuartiza el cuerpo de una niña pequeña. Un vídeo crudo y cruel que aseguran ha hecho llorar a todo el que lo ha visto, incluso a los más acostumbrados a la sangre y al gore más salvaje.
     El email era de un lenguaje raso y desnudo de gentilezas. Daban un lugar de contacto y avisaban que debías ir solo. Aseguraban —incluso—, que te vigilarían desde antes que salieras de tu propia casa.
     —Deberías poner esto en conocimiento de la policía. —Le dije a Garrido.
     —¿Yo? ¡Ni de coña tío! Ya has leído lo que dicen, que incluso saben dónde vives. Seguro que ya me conocen los hijos de puta. Yo no me la juego, ¡Qué le den!
     No podía quitarle ni un ápice de razón, yo hubiera hecho lo mismo. Todos quedamos en silencio, cabizbajos sin saber bien qué decir. La peste a mal rollo se podía oler hasta en la calle. Aparte de todo y además de aquella sensación de culpabilidad e indolencia que nos rondaba, si algo había quedado claro aquella noche era que Garrido ganaba la ronda.
     La velada terminó pronto por lo que todos regresamos a nuestras cuevas sin prolongar más la noche. Ni siquiera hubo una quedada para tomar unas copas en ruta, o juntarnos en la casa de alguien para discutir posibles teorías conspiratorias.
     Incuso yo mismo no podía explicar bien mis sentimientos. Por una parte, estaba horrorizado como el resto de los que acudieron a la reunión, por otra, no podía evitar sentirme vencido, humillado y vapuleado por ese macabro email. Garrido me había superado a pesar de que aquella noche yo puse sobre la mesa una de mis mejores balas.
     Al llegar a casa conecté el PC con la intención de buscar nuevamente en la deepweb ese vídeo cuya sola mención había supuesto mi derrota por primera vez en muchos años. Y digo nuevamente porque ya lo había buscado antes. Y nuevamente —otra vez—, fracasé. Nunca en todos estos años logré encontrar un montaje real que reflejara lo que la famosa crepypasta describía. A lo sumo, dos o tres chapuzas y alguna parodia. Mis motivaciones para realizar tan inusual búsqueda iban más allá de la simple curiosidad morbosa. En realidad siempre me había preguntado si era lo suficientemente fuerte mentalmente para soportarlo.
     «¿Podría aguantar mi estómago semejante escena?
     Estaba seguro que sí. Me creía inaccesible a todas esas debilidades mundanas que hacían flaquear las piernas del pusilánime estándar. Me considerada el más duro, el que pasaba de todo, el que no se impresionaba por nada.
     Aquella noche no pude dormir. No dejaba de pensar en el maldito vídeo. Tan deplorable y enfermizo y al mismo tiempo tan atrayente por su primal esencia. ¡Y Garrido había tenido la oportunidad de verlo!, y no en pantalla sí no en directo.
     Pero era un cobarde, un débil. Yo no hubiera sido así, hubiera llegado hasta el final, habría comprobado si el ser humano es capaz de llegar a semejante depravación y salvajismo.
     «Yo no era Garrido, yo no soy Garrido... ¡No!, ni iba a serlo.»
     Me levante de la cama sudando. Febril, en la mente y la temperatura del cuerpo. En la oscuridad una cifra luminosa marcaba las horas exactas; 4:58 de la madrugada.
     Me conecté a internet. Recurrí a mi memoria y no me defraudó. Tenía grabado a fuego el membrete de aquel email, y la dirección de procedencia del mismo.
     Contacté con aquella gente. Dios mío, ojalá no lo hubiera hecho. Que consciente soy ahora de lo inconsciente que fui esa noche. Pero ya no se puede cambiar el pasado, quizá fuera el destino.
     Obtuve una respuesta en menos de cinco minutos. No podía creerlo teniendo en cuenta las horas que eran. Querían saber quién era —por supuesto— y como había conseguido aquel email, y —sobre todo—, querían saber que es lo que quería. No me anduve con chiquitas perdiendo el tiempo con circunloquios. Se lo escribí claramente;
                                                     «Ver aquel maldito vídeo».
   Me avisaron que sería costoso, mas no me importaba el precio. Al mismo tiempo me advirtieron que podría pagar un precio más caro que simple dinero si intentaba delatarlos a la policía. De nuevo —como ocurría en el email que enviaron al tonto de Garrido—, advirtieron que me vigilarían desde mi propia casa, es más, aseguraron que ya me observaban en aquel momento. A pesar de saber lo imposible que era aquello sentí un escalofrío. Pero ni siquiera eso me amedrentó, y finalmente quedé con ellos —y nuevamente igual que ocurrió con Garrido—, el lugar elegido para la cita fue en una zona a las afueras de la ciudad, apartado, desierto y a una hora que ya entraba de lleno en la madrugada.

     Los días anteriores a la cita deambulé perdido, ocultándome al mundo. Terminaba mi trabajo rápido, mostrándome silencioso y oscuro y volvía directamente a mi apartamento tratando de no cruzarme con nadie, ni siquiera con los vecinos por miedo a entablar conversación con ellos. Una extraña sicosis se había apoderado lentamente de mi ser. Continuamente me asomaba entre los visillos de mi ventana intentando no ser visto, intentando identificar si alguien me había seguido o si algún desconocido vigilaba desde el otro lado de la calle. Pero no descubría nada, ni a nadie, ni siquiera un no habitual del barrio.
     aquella sicosis —casi esquizofrénica—, era como una soga que me apretaba el cuello, que paralizaba mi cuerpo y mi mente como si presintiera que estaba a punto de caer a un abismo insondable, quizá mi descenso a los infiernos.
                «¡Pero que tonterías piensas Manuel! Es imposible que sepan dónde vives».
     Me repetía incontables veces y a continuación me reía. Pero horas después volvía a asomarme a la ventana con prudencia y sentía otra vez que me observaban.

     La noche de la cita procuré cenar rápido. Apenas pude tomar bocado, una jauría de fieras luchaban sin cuartel en el interior de mi estómago. ¿Quién acuñaría la frase de “mariposas en el estómago”? Era evidente que no tenía ni idea de lo que realmente eran nervios, pues las mariposas —esos pobres y alados insectos—, son seres silenciosos, suaves y ligeros. Lo que tenía en mi interior eran dientes y garras, tremendos demonios que devoraban mi conciencia. Una conciencia que me pedía a gritos que no fuera a aquella cita.
     Pero fui, hubiera sido demasiado sencillo renunciar a todo el morbo y el peligro. Acudí al lugar convenido. Durante diez minutos no apareció nadie por la zona. Aquello me hizo pensar que finalmente todo quedaría en una farsa, en una de las muchas bromas macabras que circulan por la red. Desgraciadamente, los cegadores faros de un todoterreno azul me iluminaron en la distancia y supe que eran ellos. Cuando llegaron a mi altura, un par de sujetos con sus rostros ocultos bajo pasamontañas negros salieron del vehículo. A continuación hicieron señas para que me acercara. Obedecí, no hubo una sola palabra. Una vez dentro del vehículo, colocaron una capucha sobre mi cabeza que me cegó por completo y me sumergió en la más horrible de las claustrofobias. Afortunadamente aquella situación de completa indefensión no duró mucho. A los 15 minutos noté como el vehículo se detenía. Una vez el motor silenció, alguien abrió una puerta y me instaron a salir. Caminé guiado por una mano que sujetaba la mía, primero notando como entrabamos en un local interior y después bajando a un subsuelo por unas escarpadas escaleras.
     Alguien dijo que me sentara en un sillón, y entonces me quitaron la capucha.
     Puede ver, y la primera imagen que registraron mis ojos fue la figura de un hombre delgado y enjuto, de pómulos afilados y ojos oscuros, muy hundidos en las sombras. Tenía el pelo gris y la piel rasgada y seca.
     Le pregunté quién era y en qué lugar me encontraba.
     —No es esa la pregunta, en realidad, la única pregunta aceptable es, ¿por qué está usted aquí? —Me respondió aquel hombre con un tono extraordinariamente agudo, irreal.
    —Está claro por qué he venido. Ya lo acordamos por email. Quiero ver como graban el vídeo. —Respondí. Traté de mantenerme entero, que no se percataran de lo escondido que tenía el rabo entre las piernas.
     —No. Usted no ha venido por el video. Sabe a ciencia cierta que no desea verlo. Todo su ser grita en este momento que lo saquen de aquí. Pero en lo más profundo de su mente sabe que hay un lugar oscuro, salvaje. Un lugar al que teme y que le gustaría enterrar para siempre. Y sin embargo teme no poder hacerlo, teme que esa parte oscura de su alma lo domine. Por eso ha venido, para luchar contra su propio sadismo, para vencerlo y convencerse  a sí mismo que repudia su propia morbosidad.
     Las palabras de aquel hombre se clavaron en mi mente como una punzada de certeza. ¿Cómo había podido adivinar todos los miedos y demonios interiores que me habían estado devorando los últimos días? A pesar de la conmoción intenté aparentar no estar afectado.
     —A decir verdad —respondí  con frialdad —, mis razones para venir aquí casi se reducen a una morbosa curiosidad por descubrir si realmente esto es real, o es una farsa y una estafa como realmente pienso.
     El hombre esbozó una sonrisa displicente, como si aquello no tuviera importancia, o fuera algo monótono y aburrido. Tomó un sobre y lo deslizó por el cristal de la mesita que había entre ambos.
     —¿Eso piensa?... bien, ya veremos. Primero los negocios. Cumpla su parte.
     —Le advierto que unos cuantos trucos baratos no van a engañarme. Si descubro que no es real tendrán que devolvérmelo todo. —Dije, mientras introducía en el sobre los 3000 euros acordados por email.
     El hombre no respondió, solo volvió a dibujar la misma sonrisa en su rostro.
     Inmediatamente hubo guardado el sobre en el interior de su chaqueta gris, un par de mujeres jóvenes y atractivas aparecieron desde algún lugar que no sabría definir. Una de ellas me rodeó con sus brazos mientras la otra parecía querer quitarme la ropa.
     —Pero... ¿Esto a que viene? —pregunté
     —¡Oh! —Exclamó mi enjuto interlocutor —...primero los negocios, después el placer... al final vendrá el plato fuerte.
     —¡Yo no he venido aquí para esto! —Protesté enérgicamente, pero una de las jóvenes sumergió su boca en la mía y un extraño éxtasis me invadía sin rendición.
     Nunca fui un hombre que cayera bajo el influjo del sexo, de hecho, ese tipo de bajezas humanas me parecían aburridas e insustanciales. Sin embargo, aquel beso, aquella sensación despertó en mí instintos irrefrenables a los que me creía inmune.
     No sé cómo de pronto me encontré desnudo junto a aquellas dos chicas, desnudas también —ambos, los tres—, inmersos en una vorágine sexual primitiva, primal. Sus cuerpos, tersos y brillantes, se frotaban contra el mío provocando oleadas de placer. Sus manos acariciaban mi pecho buscando mi sexo que se había convertido en el centro de mi consciencia.
    No recuerdo cuanto tiempo duró semejante frenesí sexual, pero si recuerdo bien que en algún momento de aquel baño de sentidos llegué a perder el conocimiento. Es todo lo que recuerdo, placer y una oscuridad repentina. Desperté en un cuarto bien diferente. Una habitación de paredes desnudas y heridas por una pintura que se descascarillaba como hojas de árbol en otoño. Una gran pantalla de plasma justo enfrente de mí componía el único mobiliario de la estancia. Había un reproductor de DVD en una repisa bajo la pantalla, y un sobre transparente con un disco compacto que reposaba encima del tablero de otra pequeña mesita. 


Me levanté de mi asiento y caminé. Estaba otra vez vestido, pero no de la misma manera en la que llegué. La camisa y el cinturón estaban desabrochados y mal colocados. Procedí a arreglar mi aspecto abotonando mi camisa y me noté torpe, borracho y desorientado. Los primeros pasos que di me confirmaron lo que sospechaba, que de alguna manera habían conseguido administrarme algún fármaco que aún intoxicaba mi organismo. No podía desembarazarme de esa sensación de pijama de cemento que notaba al caminar.
    La única puerta de la estancia estaba cerrada. Lo comprobé al llegar a ella y descubrir que el picaporte no cedía a mis intentos de desplazarlo. Me enfurecí y grité:
     —¡Hola! ¡Joder! ¿Qué mierda es esta? ¡Abran la puerta! ¡Quiero salir!
     —Primero vea el vídeo. —Dijo una voz que flotaba en el vacío. No podía saber de dónde salía, pero reconocí su tono al instante. Era la voz de aquel maldito hombre del traje gris. Incluso pude intuir que volvía a reírse.
    Me acerqué a la mesita y tomé el disco compacto para introducirlo en el reproductor. La pantalla comenzó a funcionar al instante.
     —¡Esto no es lo acordado! —Volví a protestar—. El trato era en vivo no una grabación ya hecha.
    —Le aseguro señor Marcial —dijo la voz, y me horroricé de que conocieran mi apellido—, que el trato se ha cumplido.
     En la pantalla apareció la imagen de otra habitación, o quizá fuera la misma donde me encontraba. Pero no estaba totalmente vacía. En el centro se encontraba una mesa quirúrgica, parecida a las que sueles encontrar en las consultas veterinarias. Sobre la fría superficie de metal plateado permanecía sentada una niña pequeña de menos de un año. Rubia y desnuda, con una piel blanca y un cuerpo lustroso y bien nutrido. No parecía llorar, ni siquiera se mostraba alterada.
     En la imagen aparecieron dos hombres encapuchados y de torso desnudo, pero vistiendo pantalones de un cuero negro que parecía glasificado. Rodearon la mesa donde estaba la niña y flanquearon a la pequeña por ambos lados. Una mujer entró en escena portando una caja de metal que dejó sobre la superficie acerada del tablero, justo al lado de la niña. De aquella caja fueron extraídos grandes cuchillos y tenazas, evidentemente herramientas de despiece de carnicería.
     Mi corazón se aceleró al momento, pero no dejé que la sugestión se apoderara de mi razón. Sin duda intentarían hacerme creer que aquella escena era real, y usarían trucos baratos y efectos especiales para intentar engañarme. Me acerqué a la pantalla y traté de observar atentamente todo lo que sucedía. Descubriría los detalles de la chapuza, siempre hay fallos de rodaje en este tipo de escenas, detalles que pueden descubrirse, especialmente si el ojo que revisa es experto. Y ese ojo era el mío, el de un  experto en simulaciones 3D que trabajaba en películas de terror creando todo tipo de efectos. Mi as bajo la manga, a mí no me engañaría nadie.
     La escena se desarrolló rápido. Uno de los encapuchados sujetó a la niña mientras otro comenzó a cortar una de sus manos por la muñeca que la unía al brazo. La niña comenzó a gritar de dolor a medida que la sangre lo salpicaba todo. A pesar de ser un truco de imagen, la escena era tan repulsiva y horrible que tuve que dejar de mirar. Te helaba las venas y te hacía vomitar de asco.
    Finalmente, la manita de la pobre niña cayó al suelo separada del resto del cuerpo. Un gran charco de sangre inundaba toda la mesa y corría a través del metal en forma de pequeños arroyos que se bifurcaban continuamente. El infante se hubiera desangrado de seguir la hemorragia, pero uno de los encapuchados introdujo el muñón en un recipiente de líquido humeante y la herida quedó cauterizada.
    La niña no perdería más sangre, pero su sufrimiento ni mucho menos había acabado. Procedieron de igual manera con la otra mano, y los gritos y quejidos se volvieron horriblemente insoportables cuando elevaron la megafonía del cuarto hasta un volumen ensordecedor. Una potente luz roja lo iluminó todo de pronto, cubriéndome de una sensación de radiación indescriptible. Los gritos siguieron y las acciones de esos dos malnacidos también. A las manos siguieron los pies, y después las piernas y brazos hasta amputarlos completamente. La técnica siempre era la misma, amputar una parte y cauterizar la herida de inmediato. Si la niña perdía el conocimiento se la volvía a despertar usando algún tipo de estimulante. Era evidente el objetivo; provocar el mayor sufrimiento posible.

     En ese punto de la grabación ya había perdido todo interés en descubrir dónde estaban los trucos de imagen y los efectos digitales. Era tal la brutalidad que estaba viendo —una abominación por sí misma—, que poco importaba como habían conseguido realizar la cinta. Estaba claro que aquella gente vivía más allá de la razón y la cordura. Su simple concepto de mostrar el sufrimiento los hacía infames.
    Sin embargo, todavía podían superarse.
    Usando unos finos ganchos cuyas puntas introdujeron subcutáneamente a través de la piel de la niña, la elevaron usando cables de acero. El pequeño cuerpo, que ya no parecía humano si no una masa informe de sangre que gritaba y se retorcía como un gusano, quedó suspendido en el espació como si se tratara de una pieza de matadero.
     Y entonces...
     ¡Dios mío! Entonces, utilizando afilados cuchillos de hoja ancha, aquellos dos encapuchados —ambos—, comenzaron a desollar a lo vivo lo que quedaba de aquella desgraciada niña, cortando a finas lonchas toda la piel que aún quedaba.
     —¡Basta! —Grité al tiempo que apagaba la pantalla—. ¡Basta, por el amor de Dios! —volví a gritar. Había lágrimas en mis ojos.
    La luz roja desapareció, y la megafonía fue sustituida por un macabro silencio.
    —¿Pero qué demonios pretenden? ¡No es real! ...no puede serlo. ¡Sólo son unos perturbados! ¡Dementes! ¡No pueden engañarme con eso!
     Pronuncie la última frase con toda la fuerza y firmeza que mi cordura necesitaba para seguir intacta. No solo para que me oyeran, sobretodo porque necesitaba imperiosamente creer en lo que decía.
     Un sonido metálico ocurrió sobre mi cabeza. Fue como si alguna trampilla o algo que descorriera se hubiera activado. Miré arriba y lo vi venir hacia mí. Esa pequeña masa de carne y sangre, de músculos al descubierto y tejidos internos con vísceras expuestas al aire.
     Me cayó encima, me impregnó de sangre. Lo aparté de un rápido manotazo, sintiendo una horda de repulsión y horror en mi interior. Al principio pensé que se trataba de algún animal desollado, un conejo o un gato, o un perro pequeño, pero entonces observé detenidamente la masa que se balanceaba como un péndulo y pude ver colgando en el extremo inferior de aquel cuerpo lo que parecía una pequeña cabeza, y sobre todo la preciosa y fina mata de pelo rubio que había visto antes en el vídeo. Era, sin lugar a dudas, el cabello de esa pobre niña.
     Retrocedí horrorizado, asqueado hasta lo más profundo de mi ser. Corrí hacia la puerta con la única idea de salir de allí como fuera. La tiraría abajo si era preciso. Afortunadamente, la encontré abierta. Pude salir a un oscuro y angosto pasillo que ascendía sobre el terreno en una ligera pendiente. Al final, entre la oscuridad unos haces de luz bailaban caprichosamente. No me paré a razonar si estaba haciendo justo lo que ellos habían planeado, si me dirigía hacia algún lugar incluso peor del que había escapado. Mi instinto me empujaba a correr sin medir riesgos, sin ni siquiera pensar en las consecuencias de mis actos.
     Al llegar al final del pasillo hallé otra puerta que revelaba a través de sus rendijas cierta claridad. Una ligera refulgencia que identifiqué esperanzadora como luz diurna. Fue fácil abrirla, esa otra puerta tampoco estaba cerrada. Comprobé que se trataba de una salida al exterior a una zona de escombros y chatarra en desguace.  Era completamente de día, seguramente temprano en la mañana. Daba igual, lo importante es que me hallaba en el exterior, ¡libre!
     ¡Y podía correr!
     Y así lo hice por un espacio de al menos tres cuartos de hora. Luego, orientándome sobre el terreno, reconocí la zona urbana en la que me encontraba y pude dirigirme al centro de la ciudad. Fui directamente a una comisaría de policía. Todos quedaron alucinados al verme entrar como un loco y con manchas de sangre en la camisa.
     Me tomaron declaración durante más de dos horas. No sé si pudieron entender bien lo que decía. Debí parecer un demente contando la historia de una pesadilla. Creo que al final pudieron comprender mi situación. Nos desplazamos de nuevo al lugar de los hechos a pesar de que todas las fibras de mi cuerpo se mostraban contrarias a volver a pisar el interior de aquella habitación. Claro que, por supuesto, cuando llegamos allí no había nada, ni pantalla, ni reproductor de vídeo, ni siquiera manchas de sangre en las paredes.
    Tuve que dejarles mi camisa en calidad de evidencias para que analizaran las manchas rojas que había en ella. Me dejaron volver a mi domicilio con la advertencia de que estaba bajo investigación y que no podía abandonar la ciudad, pero no quedé como imputado en ninguna causa, al menos no de momento.
     Recuerdo que llegué tan cansado que estuve a punto de caer sin fuerzas a mitad de las escaleras. Mi apartamento estaba vacío y silencioso, igual que lo había dejado muchas horas antes. Quise creer que todo fue un mal sueño —sin embargo—, al entrar en el salón principal encontré en el centro de la mesa un sobre cerrado con mi nombre escrito en él. Sabía perfectamente lo que era incluso antes de abrirlo. La maldita cosa estaba allí, ese diabólico vídeo.
    ¿Cómo podía pensar esa gente que iba siquiera a querer volver a ver semejante abominación? Pero antes de que eliminara aquella cosa destruyéndola en mil pedazos, el tono de llamada de mi teléfono móvil sonó insistentemente. Contesté, y volví a reconocer aquella fría y sarcástica voz.  Sin lugar a dudas era aquel siniestro personaje de traje gris y pómulos afilados.
     —Vuelva a ver la grabación y esta vez espere hasta el final. —Dijo mecánicamente, sin un rastro de emoción.
     —¡Ni loco! ¡nunca volveré a ver esa mierda! —respondí enérgicamente—. Es más... —añadí elevando el tono—, pienso llevar el maldito vídeo a la policía. Seguro que me creerán cuando vean las imágenes, y espero que en ellas encuentren algún detalle para identificarlos, detenerlos y mandarlos al maldito infierno.
     —Yo no haría eso señor Marcial. No al menos hasta ver lo que ocurre al final de la grabación.
     La voz sonó seca y la comunicación murió al instante. De alguna forma supe que no había sido una simple fanfarria, una amenaza vacua para intentar asustarme. En lo más profundo de mi instinto sabía que debía volver a ver aquellas imágenes por muy repulsivas y repugnantes que me resultaran.
     introduje el DVD en el reproductor y corrí el vídeo a toda velocidad, procurando no mirar lo que ocurría. Detuve la aceleración a pocos segundos del final, cuando la barra de control se encontraba a punto de completar su recorrido. En el estático parecía que el foco de la cámara había sacado del plano la horrible imagen del cuerpo mutilado de la niña. Solo podía contemplarse las figuras de aquellos dos depravados, ensangrentados y mirando fijamente al ojo de la cámara. Hice correr la imagen y vi como uno de ellos comenzó a dirigirse hacia el primer plano. Era el repugnante individuo que había comenzado la mutilación, pude reconocerlo sin más. Había algo en sus ojos... en esos ojos azules que era lo único que la capucha dejaba ver de su rostro. Y cuando estuvo frente al objetivo, cuando solo su cabeza llenaba la pantalla, lentamente comenzó a levantar la tela negra de la capucha que cubría su rostro.
    Y cuando finalmente sus facciones fueron reveladas, cuando pude ver el rostro de aquel degenerado... cuando pude verlo, comprendí.

     Desde ese día mi vida ya no volvió a ser la misma. Como un castigo divino a mi terrible osadía y mis ansias por catar lo prohibido, lo improbable, lo insano, igual que Ícaro que quiso alcanzar el sol derritiendo sus alas de cera, ahora he caído en el infierno. Ahora solo soy un títere a su servicio. Ni siquiera puedo describir todas las denigrantes tareas que he tenido que hacer bajo la coacción y el chantaje al que continuamente soy sometido.
     Cuantas habitaciones encharcadas de sangre eh tenido que limpiar.
     Cuantos cadáveres y evidencias he tenido que eliminar y hacer desaparecer.
     Incluso la muerte de un ser humano ha tenido que caer en mi conciencia. Un ser vil y despreciable —uno de ellos—, eso es cierto, pero un ser humano al fin y al cabo.
     De haberme negado a cumplir con cualquiera de esas tareas hubieran enviado aquel vídeo a la policía y probamente las consecuencias para mí supondrían la cárcel para toda la vida, o quizá peor, porque seguramente allí hubiera sido vejado, apaleado y asesinado por los propios internos de la prisión, aunque sí bien lo pienso, quizá eso hubiera sido mejor que tener que vivir toda mi vida con el recuerdo, con la certeza y el conocimiento de descubrir con horror y desesperación que el rostro de aquel hombre que se quitó aquella máscara negra no era otro sino yo mismo.


                                                                       FIN.


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